Aveces es bueno parar a reflexionar sobre las cosas de una manera menos superficial de lo que la velocidad del mundo nos marca.
Llevar la
vista atrás, y percibir el sendero de nuestra vida repleto de batallas, de luchas, de algunas victorias que como luciernagas
congeladas en el espacio han ido dejando un reguero
de chispas luminosas que han beneficiado a algunos; y porque no recordar nuestros fallos y
fracasos, que han conformado precisamente los espacios oscuros que hacen que la luz destaque.
Sea como
fuere, el balance final, si somos certeros, hace que nuestro corazón estalle en un rapto dionisiaco
de jubilo y entusiasmo, al darnos cuenta que estamos recorriendo un algo extraordinario llamado "vida". Ante la inmensidad de este sentimiento, que todo ser humano debería ser capaz de compartir, se provoca inmediatamente la necesidad de hallar la causa de
tanta dicha, y como, siendo sinceros, no lo podemos achacar a nuestros méritos personales, pues
nos conocemos bien y una superficial reflexión nos convencería de lo contrario,
mejor nos lanzamos sin más a encontrar personas, situaciones, fuerzas invisibles
que nos trascienden, dioses si queréis llamarle así... la suerte; para depositar la certeza de que en ellos está la causa de nuestra felicidad,
nuestra completura. Cuando todo le falla al raciocinio, sólo queda la fe.
Esta necesidad
no racional del alma humana de depositar a los pies de otro que no sea el “yo”,
la ofrenda de su corazón, surge de la concienciación de que formamos parte de algo que nos supera y que la causa oculta de las cosas está más allá de nuestro
entendimiento cotidiano. Claro que no todos pueden participar de esta idea, sin embargo a poco que se dé un mínimo de entendimiento seguro se podrá comprender lo que aquí se quiere decir.
Ser concientes
de nuestra suerte y de la grandeza de nuestras vidas trae inmediatamente como
consecuencia natural el agradecimiento.
Este sentimiento, se coloca
en el rango más elevado de la escala pues es trascendente, no egoista,
holístico, cabal y verdadero como hay pocos. Hermano mellizo del amor, el
agradecimiento se conjuga con la humildad para hacernos reconocer que somos un
pequeño eslabón en el encadenamiento del universo y que nuestros actos desde
los más sublimes hasta los más biológicos se apoyan en fuerzas que nada tiene
que ver con nosotros excepto el servicio que nos prestan.
Nuestra ruta
traza un sendero ascendente que nos deposita con la suavidad de un pétalo en el
templo de la gratitud. Es natural entonces que en un alma sana y equilibrada se despegue el entusiasmo
más sublime para como dice la canción, “alzar los brazos, decir te quiero”.
Y no nos queda
más que proyectar al protagonista de este escrito y darnos cuenta de que tal y
como la consecuencia natural de concienciar y creer en la maravilla de la vida
es el agradecimiento, a este sin lugar a dudas le sigue una de las más sublimes
palabras que el ser humano pueda pronunciar plasmada con actos verdaderos; y
esa palabra es… SERVICIO... pero dejaremos esto para otro escrito.
“Dormí
y soñé que la vida era alegría, desperté y ví que la vida era servicio, serví y
descubrí que en el servir se encuentra la alegría" (Tagore)
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