En el deambular incierto de nuestra existencia, poseemos los humanos
un don nada despreciable que muchas veces no valoramos en toda su extensión. La
relación con los demás.
A menudo decimos que un porcentaje altísimo de nuestras experiencias
en la vida tienen que ver con los otros. Dentro de estos hay familiares,
amigos, amantes, compañeros de escuela, de trabajo, etc. Existen los que las
circunstancias traen a nuestro lado por un momento y luego se separan y aquellos
con los que creamos un tipo de lazo más duradero y con los que caminamos
durante toda la vida. Unos y otros influimos y modificamos de forma muy marcada
nuestro carácter, nuestras decisiones, en definitiva nuestra vida. Lo admitamos
o no, una superficial reflexión nos hará ver que el ser humano, en su actual
estado de evolución, se desarrolla y vive en conjunto, unos con otros.
Según nos cuentan viejas tradiciones a través del mito, hace mucho tiempo, los Dioses, apiadándose de los
humanos, bajaron a la tierra y encarnaron para mostrar a la naciente humanidad
como usar el don de la mente, recientemente otorgado. Una vez los más
esforzados de entre los aprendices consiguieron alcanzar cierto nivel, quedó
establecido que estos mejores de entre los mortales tomaran el relevo para
auxiliar con su sabiduría a los más pequeños, relevando de esta forma a los
Dioses, que pudieron marchar de vuelta a las esferas celestes. A partir de ese momento, se
establecieron unas instituciones y un sistema de enseñanza en las cuales,
quienes fueran despertando la necesidad, podrían desarrollar los aspectos
internos de su propia naturaleza de forma consciente, ¡habían nacido las
escuelas de la sabiduría! También llamadas escuelas discipulares por el sistema
de transmisión que adoptaron. Los maestros, y los discípulos forjaron con su
vida y con su ejemplo “la via discipular”. Esta cadena, que perdura desde
entonces, sirvió para que el
conocimiento, cual antorcha de ígneo elemento, se traspasara de unos a otros
haciendo que todos en conjunto alcanzaran las más altas cotas de desarrollo
posible, no teniendo que volver a empezar una y otra vez, vida tras vida
aprendiendo desde cero, pues la tradición iniciática guardaba los arcanos
secretos y los llamados misterios de la sabiduría, para que al venir a la
tierra, pudieran las almas niñas recordar rápidamente y actualizar su estado
evolutivo con prontitud, aprovechando así su singular paso por este mundo.
Se estableció desde entonces un tipo de relación entre los humanos
que no buscaba el beneficio personal ni la recompensa de ningún tipo, pues la
propia naturaleza de este vínculo lo impedía. El objetivo era convertirse en un
agente activo del plan general del universo, ayudándose unos a otros a
evolucionar mediante la transmisión de las claves necesarias para desarrollar
el arte de vivir en armonía con las leyes naturales que conducen a la
perfección. Esta relación podía durar por encarnaciones, pero en muchos casos,
acontecía durante un trecho del camino de la vida, tras el cual, unos y otros
debían soltar y liberarse de los lazos personales contraídos para seguir el
plan global, y así enseñar a otros y a otros y a otros. En el caso de Platón lo
vemos con sus maestros egipcios y de su relación con Socrates sabemos que fue la muerte
voluntaria de este la que lo apartó del que se convertiría para los renacentistas en el
príncipe de la filosofia. Lo vemos magistralmente explicado en el final de Juan
Salvador Gaviota cuando, Pedro Pablo Gaviota se niega en principio a que su
maestro se vaya, pero comprende después que hay otras bandadas a las que
enseñar y ahora el sabe lo que tiene que saber y debe seguir su camino. Matajuro, el aprendiz japonés del arte del sable, cuando ha terminado su formación, el maestro Banzo le devuelve la espada
y él continúa su misión, convirtiéndose a su vez en maestro de otros,
acrecentando de esta forma la vía de transmisión de su arte en una interminable cadena fundamentada en el amor desinteresado. Para toda la vida se mantenía esa devoción,
respeto y agradecimiento que no puede fulminar el tiempo, pues las cosas que aprendemos de quienes nos enseñan, nos transmutan y nos unen, de forma que estas experiencias son de los más fuertes lazos que podamos establecer en nuestro
actual estado evolutivo. Sin embargo, las conciencias son entes dinámicos en constante
evolución y el discípulo se convertía a la vez en maestro y/o pasaba a aprender
de otro maestro para mejorar, a la vez que el maestro admitía otros discípulos que a su vez iban a
convertirse en estandartes para otros, símbolos de la sabiduría. No había únicamente lazos personales sino fuertes uniones espirituales que trascendían la
realidad aparente. Unos daban el obsequio de una sabiduría que no pertenece a
nadie y cuya cadena había comenzado en los inicios del mundo, los otros la
recibían para continuar y de forma consciente ayudar al plan general.
Sin embargo, pensadores y movimientos que protagonizaron el siglo XX
defendieron con argumentos prestados, fruto tal vez de desagradables
experiencias personales, que es en la soledad donde debe desarrollarse la
conciencia, que el camino debe recorrerlo uno mismo. Aunque esta afirmación
tiene algo de cierta un vaso de
agua no hace un mar y la
consecuencia en la que desembocó esta
forma mental es en la otra que asevera que “no
necesitamos a nadie que nos guíe”. El tiempo ha transcurrido y las siembras
dan sus frutos mientras estupefactos los humanos a veces nos asombramos de las
consecuencias. Esta extrema individualidad, el egoísmo enfermizo y la superflua
espiritualidad engendrada en la falta de fortaleza y disciplina han ya
demostrado cuales son las consecuencias de que el siglo XX nos haya esterilizado
ante la relación maestro-discípulo vencidos por el miedo, la vanidad y la falta
de inteligencia.
Podríamos hablar de consecuencias trágicas si no fuera porque confiamos
en la vida y sabemos que todo tiene su razón de ser y que los que operaron tras
las herramientas eran aquellos que velan por nuestra correcta evolución. Sin
embargo, la peor de todas las consecuencias, a entender del que escribe, es que
la felicidad que sienten y han sentido las almas de vivir juntos, con autenticidad, potenciándose y acelerándose en su evolución unas a otras, ha sido anulada por esta
deformación antinatural que les quita toda posibilidad de conseguirlo. Si, se
puede avanzar en el desarrollo de cualquier disciplina por uno mismo, podemos enriquecer la conciencia solos pues es cierto
que nuestra divina alma inmortal, como diría el mito, es, en último caso, la que la conductora de nuestros actos
en el sendero que nos lleva de la tierra al cielo, pero… que triste, lúgubre y
lento es el camino si tenemos que que transitarlo en solitario. Sin embargo unidos, aprendemos
el sacrificio por amor, de los aciertos y errores de los otros, nos
beneficiamos de los sabios y una especie de radiante alegría ilumina el camino
en el cual aprendemos la máxima y principal ley de la vida y el universo… EL AMOR… Y para esto
sirve ulteriormente la vía de aprendizaje maestro-discípulo. No hay vía discipular, sendero de conocimiento, camino a la
liberación de la conciencia que no incluya en un grado máximo el amor, la
devoción, la admiración de los pequeños por los grandes, la compasión de los
grandes por los pequeños, la responsabilidad de unos hacia otros. Esta capacidad de dar desinteresadamente y recibir con confianza es lo que garantiza la transmisión de la sabiduría y
posibilita al alma poder avanzar con una mayor rapidez y eficacia convirtiendo a
simples humanos en los metafóricamente hemos llamado “aprendices de soles”;
máximo exponente del amor en nuestro sistema.
Gracias vida por haberme otorgado el don de aprender y de enseñar...
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